Porque no estábamos equivocados en lo que predicábamos, ni tampoco hablábamos con malas intenciones ni con el propósito de engañar a nadie.
Al contrario, Dios nos aprobó y nos encargó el evangelio, y así es como hablamos.
No tratamos de agradar a la gente, sino a Dios, que examina nuestros corazones.
1 Tesalonicenses 2:2-4 DHH
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Históricamente las sociedades se han defendido del engaño de diversas maneras. Leyes de probidad, leyes de transparencia, leyes antipitutos y otras que aspiran a la honestidad pública.
En esta carta podemos vislumbrar acusaciones, persecuciones y respuestas claras y transparentes del apóstol Pablo hacia los que le importan, sus lectores de Tesalónica.
Él hace una apasionada defensa de su ejercicio como predicador, depositario del evangelio a los no judíos, perseguido por esa y otras oposiciones.
La palabra de honor era (creo que aún lo es) el cedazo para detectar el engaño.
Y apelar a Dios mismo era una costumbre cuando alguno dijo “que me parta un rayo” (declaración bastante osada y no exenta de peligro), o esta otras "te juro por esta luz que me alumbra".
La exposición del evangelio es crucial en estos días; cada creyente es comisionado a usar fielmente la Palabra, sin ninguna clase de engaño o interés lucrativo, sino teniendo delante el mayor motivo, agradar a Dios.
Porque al fin de cuentas, la Gracia es de Él, el perdón y la eternidad.
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Lectura de hoy:
1 Tesalonicenses cap. 2
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