Del lat. migrāre.
1. intr. Trasladarse desde el lugar en que se habita a otro diferente.
Emigrar, cambiar de pueblo.
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La historia humana es un constante migrar.
Adán y Eva exiliados del Paraíso.
Noé a la deriva en el diluvio.
Abraham “sin saber a dónde iba”.
Moisés y el pueblo que gobernaba deambularon por el desierto durante 40 años.
Migrar es perder.
Como Rilke tan bien lo describe “vivir sobre las olas y no hallar asilo jamás en el tiempo”.
La Carta a los hebreos nos ilumina “anduvieron de un lado a otro cubiertos de pieles de oveja y de cabra,”, refiriéndose a aquellos fieles creyentes que fueron exiliados, perseguidos, violentados por su fe.
Migrar es perder amigos, familia, cultura.
Migrar es adquirir otro lugar, otras oportunidades, otra cultura.
Todos –de una u otra manera- somos migrantes que buscamos un lugar de seguridad, un hogar permanente, un estado interior sin incertidumbre.
“...el hecho es que anhelaban un país mejor, nada menos que uno celestial. Y debido a esta fe suya, Dios no se avergüenza de ser llamado su Dios, pues en sobria verdad les ha preparado una ciudad en el cielo.” (Hebreos 11:16)
Tú y yo tenemos un lugar de descanso, de seguridad, aun cuando deambulemos estos breves años.
En Cristo estamos seguros, Él es el hogar
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.”
Evangelio de Juan 10:27
Paz en el alma.
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Vuelvo a casa.
Una hermosa canción.
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