Y ahora todos los que creen en él reciben ese don.
Porque en realidad no hay diferencia entre nosotros, pues todos hemos pecado y estamos separados de la gloria santa de Dios.
Pero, mediante su poderosa declaración de absolución, Dios regala gratuitamente su justicia.
Romanos 3:21-24 TPT
*
“Para subir al cielo
Se necesita
Una escalera larga
Y otra chiquita”.
Así cantaban los antiguos versos expresando anhelos ancestrales de llegar al cielo por algún medio, algo de esfuerzo y algo de utopía.
Un camino humano que bien se sabe no alcanza el estándar.
Dios tenía expectativas cuando entregó un código de leyes que sirvieran para gobernar un pueblo y a través de esa nación todas las naciones.
Aquel conjunto de normas fueron –a través de los años- tornándose más en carga que en alegría de adorar a Dios.
Cada mandamiento, grande o pequeño, era un recordatorio de la maldad que habitaba en sus corazones. Un espejo que con nitidez mostraba el horror de los infames deseos ocultos en lo más recóndito.
Toda la humanidad –tú y yo- estaba separada, obstruida, alejada, destituida de la gloria de Dios, sin esperanza, condenada a una sórdida oscuridad.
Lo dice años antes otro que tuvo la comprensión cabal del pecado que nos asedia:
Pero te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: «Voy a confesar mis transgresiones al Señor», y tú perdonaste mi maldad y mi pecado.Salmos 32:5 NVI
Y esa es la verdad, nadie está a la altura de lo que el Señor espera en términos humanos.
Sin embargo, aun en nuestro estado Dios nos ofrece a todos el mayor regalo, la vida.
¿Cómo se puede despreciar tal oferta?
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